viernes 29 de marzo de 2024 - Edición Nº1941

Info Gral | 1 jun 2020

“Angelita y Luis, una historia de vida”, por Héctor Ponce, titular de Atilra


Hacerse cirugías o teñirse las canas para no envejecer es como atar las hojas a los árboles en marzo, pretendiendo con ello retrasar la llegada del otoño. Aunque sabemos que hay verdades temporales que son irrefutables, es lo que quisiéramos que nos ocurriese con nuestros padres cuando nos damos cuenta que han empezado a envejecer y que indefectiblemente un buen día nos dirán adiós. La Asamblea General de la ONU mediante resolución del 17 de septiembre de 2012 declaró el 1 de junio Día Mundial de las Madres y de los Padres. La resolución destaca la importancia y el papel crítico de los papás y las mamás en la crianza y el cuidado de hijos e hijas. A su vez hace referencia a la responsabilidad de los progenitores en la alimentación, protección y el pleno desarrollo de la personalidad de los mismos, los que, según la misma normativa, deben crecer en un ambiente familiar y en una atmósfera de felicidad, amor y comprensión. Atendiendo a la letra y al espíritu de la declaración debo concluir en que siendo esto así, cuando haya llegado el momento de abordar la nave del adiós definitivo y en un acto de estricta justicia, deberé darles las gracias a mis padres y pedirles perdón a mis hijos. Los seres humanos somos, inexorablemente, la consecuencia de lo que nos pasa en la vida y también de lo que hacemos con lo que nos pasa. En eso de qué hacer con lo que nos pasa no estamos solos ni vamos ligeros de equipaje, porque llevamos sobre nuestros hombros el inventario genético heredado de nuestros ancestros. Por esta razón infiero que mis acciones han tenido que ver no solo con las vivencias experimentadas en forma personal sino también con las de mis antepasados, las que seguramente deben haber influido en las cosas que hice o en aquellas que dejé de hacer. Por eso inevitablemente en esta historia debo invocar la injerencia directa e indirecta de mis padres Angelita y Luis. Voy a contar algunas cosas de ellos, no con el ánimo de desnudar sus miserias sino con el solo propósito de que sus experiencias de vida, que los traspasó y nos llegó a los hijos y seguramente por carácter transitivo a los hijos de los hijos, pueda llegar a servirle a quien necesite respuestas ante determinados hechos o circunstancias. «A los viejos no debemos juzgarlos, solo quererlos», me dijeron hace ya muchos años y esa fue una medalla que colgué en mi corazón hasta que ellos partieron. Cada uno de nosotros está atravesado por historias distintas. Mis padres no fueron ni mejores ni peores que otros padres: fueron lo que pudieron ser. Angelita fue una mamá alcohólica por muchos años, luego felizmente recuperada y Luisito un marido maltratador. Sin embargo nosotros, sus hijos, no cargamos con esa historia y digo que no cargamos porque para nosotros ellos nunca fueron una carga. En el baúl del corazón, allí donde reposan los tesoros del amor, están y permanecerán por siempre más allá de sus defectos y miserias. Expresaba que mis padres fueron lo que pudieron ser. En homenaje a la verdad creo que a la mayoría de la gente le pasa algo parecido, realmente son muy pocas las personas que son lo que quieren ser y, en cambio, abundamos los que somos apenas lo que podemos ser. Mis progenitores no fueron la excepción. Los seres humanos no somos ni por asomo abonados al éxito, es más, seguramente muchos de nosotros seríamos famosos si existiese un público destinado a aplaudir fracasos. Quedaría aún por dilucidar el concepto que a las personas nos merece la palabra éxito. Estoy seguro que diferirá y en mucho las respuestas de unos y otras, como también es discutible la relación que existe entre el éxito y la felicidad. El éxito no necesariamente es un aliado de la felicidad, es más, la mayoría de las veces suelen transitar por caminos bien diferentes. Importante es tener en cuenta que, en términos generales, nuestro carácter se moldea en la fragua de las derrotas y del sufrimiento y no en las miserias vanas, efímeras y banales de lo que la sociedad de nuestro tiempo ha dado en llamar éxito. El éxito en gran medida se cimenta en las necesidades de esta sociedad de consumo que fagocita sentimientos nobles y troca ideales por marcas caras; los cánones sociales prescriben lo que los demás quieren de uno, no lo que uno necesita para sí.

 

La felicidad en cambio tiene su base de sustentación en las cosas simples. Digo entonces que ser feliz es algo sencillo, en todo caso lo difícil es ser sencillo. La felicidad ni por asomo tiene que ver con cosas materiales, por el contrario, se relaciona directa y armónicamente con el afecto y el amor, tesoros intangibles y abstractos de la vida y se retroalimenta, necesita de ese afecto y de ese amor como la hierba requiere de la lluvia, prescinde del dinero y el lujo. Pruebe usted hacer crecer una plantita regándola todos los días con pepitas de oro o dólares y ahí quizás encuentre una buena respuesta. Por eso digo que mis padres a pesar de sus carencias abonaron la relación para con nosotros, sus hijos, con inconmensurables cuotas de amor cada día de sus vidas y así nos colmaron de felicidad, una felicidad a la que era difícil acceder, trabajosa, construida con mucho sacrificio. Al fin de cuentas la comodidad y el hastío solo incuban sueños pequeños; por el contrario, nosotros siempre fuimos exagerados para soñar, tuvimos sueños elevados, quizás y sin saberlo, para dejarlos fuera del alcance de los que reptan. Nuestros padres siempre se preocuparon por nuestros destinos y padecieron como propios nuestros dolores, los físicos y los del alma y a nosotros nos pasaba exactamente lo mismo con los de ellos. A pesar de que apenas habían aprendido a leer y a escribir, Angelita nos alentaba permanentemente para que estudiásemos, estaba convencida de que el problema no era ser pobres; el problema, sostenía ella, era ser ignorantes y argumentaba que esa era la barrera que se debía cruzar para modificar la otra condición. Nos forjaron en la escuela del trabajo decente para que nos sintiéramos dignos y merecedores de lo que conseguíamos. Sentí admiración por Angelita, no porque fuese mi madre, sino porque sin quejarse la vi atravesar duros inviernos con sueños de primavera en la maleta. Ella me enseñó que la conectividad no tiene que ver con la tecnología: con ella aprendí que tiene que ver con el corazón. ¡Lo que es el afecto de una madre!, aún cuando los tuviera de a millones, ella no sabía encontrarme demasiados defectos porque su amor los disimulaba. Cuando le contaba acerca de algún proyecto que tenía en mente para desarrollar acciones y servicios que llegaran a la gente, ella, que tenía poco claustro pero mucha calle y que sabía que forzosamente yo iba a incomodar a terceros por los intereses económicos que había en el medio, me decía que me cuidara, pero que no dejara de hacer cosas por los demás. Sabía aconsejarme diciéndome que realizar acciones en beneficio de los que menos tienen y más sufren no era el camino para llegar al cielo, ese justamente, me decía, era el cielo. Un día me di cuenta que se estaba yendo y sentí una infinita tristeza por su partida, pero mucho más por la parte del camino que no hicimos juntos. Hoy, si me dieran a elegir, cambiaría un último abrazo y un «Te Quiero» de mi madre por el crédito de todos mis días. Mi padre Luisito se crió huérfano de padre y madre, no tuvo caricias que lo despertaran por las mañanas; con cinco años, separado de sus hermanos, fue un gorrión condenado a realizar duras tareas rurales. Así, de peoncito, golpeado y ultrajado por el patrón de turno, «boyereó» de campo en campo para ganar magro sustento. Nunca me dio un beso; cuando yo pasaba a su lado solo me tocaba la cabeza con la mano. Cuando partió, entonces comprendí y empecé a extrañar aquellos besos que Luisito, mi padre, me daba con la palma de su mano. Cuando ellos comenzaron a envejecer y también yo empecé a vestir los gastados pantalones del tiempo, necesitaron más de nosotros sus hijos y también yo necesité más de ellos y de sus afectos. Solía visitarlos distintos días de la semana, pero religiosamente iba todos los domingos porque sabía que me esperaban con manjares preparados por las manos laboriosas de Ángela Margarita -así era su nombre completo-, exquisiteces que no he vuelto a probar en ningún otro lugar. Desde que ellos hicieron su última mudanza al Barrio de los Cielos, créanme, me cuesta entender para qué sirven los domingos. La vieja casa de la calle Moreno, cimba en la que navegaron los sueños de mi niñez y zozobraron mis conquistas adolescentes, fue construida, parafraseando a Churchill, con sangre, sudor y lágrimas por ellos para cobijar afectos. Hace algún tiempo pasé por ahí, la casa sigue estando, pero aquel niño lejano que aún vive en mí, me tomó de la mano y tironeándome me preguntó con lágrimas en los ojos: ¿quién se robó los afectos? Angelita y Luisito ya no están, ellos han sido una madre y un padre que pese a las carencias de todo tipo que tuvieron fueron un ejemplo de lucha y sacrificio. Tal vez quien los retrató como nadie, porque los pintó desde adentro fue mi hermano el «Tero» Ponse, abogado de profesión y músico por vocación, quien en una estrofa de «La de mis padres», poema que también musicalizó, de esta forma los describía: «quién aprende del rigor | lucha en vez de lamentarse | no hay un remedio mejor | para salir adelante | Después de tanto sufrir | para tener sin que sobre | mi madre sabía decir | valió la pena ser pobres.» Homenaje a las madres y a los padres que están presentes y, también a través del recuerdo de Angelita y Luisito, para aquellas y aquellos que partieron para quedarse para siempre en el corazón de sus hijas e hijos. Héctor Ponce Secretario General Asociación de Trabajadores de la Industria Láctea de la República Argentina                                                                                          
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