jueves 28 de marzo de 2024 - Edición Nº1940

Info Gral | 12 feb 2021

Aquel reparto a domicilio


A veces los caminos de la vida suelen depositar a las personas en algún sitio al que no buscaron llegar. A veces es solo cuestión de empezar a caminar y cuando se ha caminado bastante tampoco suele ser fácil encontrar el camino de regreso. En el trayecto uno incorpora cosas que nos van modificando, no en cuestiones esenciales si sos de madera noble, pero aun así uno ya no es el mismo: «Por qué caminos me fui, | tan lejos y sin caballo | que donde estoy, no me hallo | y ya no soy el que fui...» sentenciaba Juan Cunha, el oriental de Sauce de Illescas, en una estrofa de «El Pastor perdido». Seguramente mi encuentro con Atilra debe haber sido proverbial. Sin embargo, creencias de hombre del norte mediante, yo prefiero relacionarlo con algo que me pasó cuando apenas era un changuito de seis años sobrevolando sueños en los terrosos caminos de mi pueblo santiagueño donde nací y pasé la primera parte de mi infancia, «En los pagos del mistol | dónde quema fuerte el sol | se pita cigarro en chala | dónde se cantan vidalas | y ser criollo es un honor». (*) En cierto modo la infancia es algo así como una hermosa mujer vestida de inerme inocencia, a la que sin darnos cuenta un día abandonamos en un recodo del camino. En aquel tiempo mi padre trabajaba «sin prisa pero sin pausa» en un establecimiento rural que se llamaba La Granja. Y cobraba poquito pero salteado, para estar a tono con los eslóganes. Aun cuando en aquella época no existía el convenio colectivo de las y los trabajadores lecheros, como parte de su paga a mi padre le entregaban cada día un pequeño tacho con manija al que se lo conocía con el nombre de «lecherito». Era un recipiente de metal con una capacidad para contener aproximadamente cinco litros de leche. Del total, mi madre Angelita destinaba aproximadamente un litro para satisfacer necesidades de la familia y el resto lo envasaba en cinco botellas de vidrio de un litro cada una. Ya sé, usted sacará la cuenta y me dirá que no le dan los números, pero no se gaste: la habilidad de mi madre hacía que con los cuatro litros que le sobraban a la familia ella milagrosamente reconstituyera cinco litros que yo religiosamente salía a repartir todas las mañanas a cinco casas del pueblo en las que Angelita había logrado colocar ese excedente. Nuestra clientela era gente humilde, de baja calificación según las comadres del pueblo que venían a ser algo así como la Standars & Poors local, habitaban en la periferia y nunca mostraron un desmedido fanatismo a la hora de pagar. Eran de esos que cuando Dios dijo «Hágase la luz» ellos ya debían un par de meses. Y ahora que pasó el tiempo confieso que en nuestra modesta casa no había ninguna torre spray, a Pasteur no lo conocíamos y la Organización Mundial de Comercio y el Senasa eran una ficción para nosotros. Y, sin embargo, todos los días yo salía feliz a entregar esos cinco litros de leche a los que se esterilizaba en forma doméstica. En aquellos tiempos por aquellos lares de progreso somnoliento y ausencia de energía eléctrica, la gente no corría, no iba apurada; quizás le faltaban cosas materiales o aquellas otras que aceleradamente traería el progreso de la mano del posmodernismo, pero no le faltaban las cosas esenciales, las que hacen a la felicidad.

 

En un determinado momento apareció un nuevo potencial comprador del oro blanco: doña Isolina, la que enterada del centro de distribución que operaba en la casa de los Ponce, preguntó a mi madre si a ella también podíamos comenzar a llevarle un litro de leche por día. Angelita, rápida de reflejos, no quiso dejar pasar la oportunidad. Inmediatamente le dijo que sí, y levantando un lápiz de la mesa, con un rictus de seguridad en el rostro anotó en una vieja libreta de almacenero, una especie de Excel casero de entonces, a Doña Isolina, como si se tratara del cliente ciento treinta y nueve al que deberíamos llevarle la leche. Cuando la mujer se retiró Angelita me miró, observó el lecherito de metal y advertí, a pesar de mi corta edad, algo de preocupación en su rostro. Al día siguiente salí a efectuar el reparto habitual, pero en lugar de cinco botellas llevaba seis, a las que procedí a entregar una por una a sus respectivos destinatarios. Así al otro día volví a cumplir con mi rutina, y al llegar a la casa de doña María, el lugar donde dejaba la primera botella, con cara de pocos amigos, ella me dijo: -Por favor, decile a tu mamá que deje de echarle agua a la leche porque no le compro más. Con vergüenza abandoné el reparto, me volví a casa enojado con mi madre, a quién le conté lo que había sucedido. No sé qué habrá hecho Angelita. Lo cierto es que al otro día volví a salir, pero solo con los cinco litros originales y ya sin Isolina en mi lista de clientes. A los seis años, mi edad en aquel momento, y aunque ese no haya sido su cometido, con su accionar mi madre me hizo ver que el mundo en el que me tocaría actuar sería duro y el de los negocios peor. Aprendí también que la vida es una escuela en sí misma donde cada problema no debe ser tomado como un obstáculo sino como una lección, y que una situación complicada puede resolverse si existe la firme voluntad de que esto ocurra. Luego, también, y porque la vi sobreponerse a vicisitudes mucho más difíciles que le presentaría la vida, de Angelita aprendí que, a un buen piloto de tormentas, no lo amedrenta un refucilo.   Héctor Ponce Secretario General Asociación de Trabajadores de la Industria Láctea de la República Argentina   (*) Apología de la chacarera, Julio Argentino Jerez                                                              
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