viernes 26 de abril de 2024 - Edición Nº1969

Info Gral | 7 dic 2020

Pitín Cáceres y La Forestal


Presente y pasado se conjugan en una crónica sobre la lucha de la dignidad contra la explotación. 04 de mayo de 2004. Lavalle 1268, piso 5° de la Cuidad Autónoma de Buenos Aires. Juzgado Nacional de 1° Instancia del Trabajo N° 47 a cargo de la doctora Inés Salomé Beatriz Gasibbe. Ahí nos encontrábamos con el doctor Alberto Coronel en la antesala de una audiencia inminente que presidiría la propia titular del juzgado. Mientras la jueza se acomoda en su asiento y prepara el material que sería utilizado en la audiencia, tras saludarnos, presentarse e intercambiar algunas palabras de rigor, la doctora, seguramente advirtiendo la particular forma de hablar que tenemos la gente del interior del país, me pregunta: -Usted, Ponce, no es de aquí, ¿verdad? -No, doctora. Soy de una localidad de la provincia de Santa Fe, se llama Sunchales, está a 40 kilómetros al norte de la ciudad de Rafaela sobre la Ruta Nacional N° 34. Es una ciudad pequeña, no sé si alguna vez escuchó hablar de ella. -Hace muchos años que vivo en Buenos Aires, pero soy santafesina. Y no solo conozco su ciudad, sino que también conozco el norte de la provincia porque provengo de esa zona. -Qué casualidad. ¿De dónde es oriunda usted? -Bien del norte santafesino, de un pueblito muy pequeño, Villa Guillermina, casi en el límite con el Chaco. Un tío mío vivió allá casi hasta los 100 años y no hubo forma de traerlo. No quiso saber nada con venir a vivir a Buenos Aires. -¿Cómo se llamaba su tío? -Gerónimo Cáceres. -Pitín Cáceres. La doctora levanta la cabeza, asombrada. -Sí, a mi tío le decían Pitín. ¿Pero usted cómo lo sabe? Año 1999. Un conflicto de las trabajadoras y trabajadores papeleros de Tacuarendí con quienes desde mi sindicato Atilra nos solidarizamos activamente, me transportó hasta aquel pueblito emplazado en el norte santafesino, casi en el límite con el Chaco, otrora parte del inmenso latifundio ocupado por la multinacional Argentine Quebracho Company, más conocida como La Forestal, dedicada a la explotación del quebracho y tristemente célebre por encabezar una brutal represión contra los trabajadores hacheros y obrajeros explotados que, reclamando sus derechos, se levantaron en huelga allá por el año 1920. El saldo de doscientos hacheros y obrajeros asesinados por la milicia propia de La Forestal denominada «Gendarmería Volante», que actuaba con impunidad, ferocidad y ensañamiento, enlutó para siempre aquella tierra y todavía hoy, al repasar la historia, no podemos ni debemos dejar de estremecernos. ALGUNOS DATOS DE LA FORESTAL La Forestal se adelantó en el tiempo a lo que muchas otras corporaciones económicas multinacionales harían años después en nuestro país, comprando a valores ínfimos o directamente expropiando con la complacencia de los gobernantes de entonces enormes territorios de quebracho colorado en las provincias de Santa Fe, Chaco y Santiago del Estero. Abarcaba una superficie total de dos millones de hectáreas. En estos territorios que le eran propios la compañía levantaba pueblos y luego los «vaciaba» cuando en el lugar no quedaban intereses económicos por explotar. La Forestal utilizaba ferrocarriles que eran de su propiedad, puertos, leyes policiales, comerciales y hasta moneda propia acuñada y de circulación en sus dominios. La Argentine Quebracho Company cometió dos tipos de crímenes: uno humano y otro ecológico. El primero lo sufrieron los hacheros y obrajeros con sus familias. El segundo estuvo signado por la tala indiscriminada de quebracho colorado hasta su extinción total en la zona. La historia de La Forestal tiene cifras que eximen de mayores comentarios: en algunos de sus asentamientos el 80 % de los fallecidos no llegaba a la edad de 35 años. Dentro de la estructura laboral de La Forestal se distinguían dos fuerzas o grupos humanos claramente diferenciados entre sí. Por un lado, los hacheros y obrajeros que trabajaban en condiciones inhumanas, viviendo en forma absolutamente precaria junto a sus familias en el medio del monte. La instrucción que recibían era nula y en esa misma condición vivían sus mujeres y sus hijos, quienes también colaboraban con las duras tareas del jefe de familia. Hachaban desde que amanecía hasta que se ponía el sol, sin feriados ni domingos y solo una vez al mes los dejaban ir al pueblo. Se relacionaban con La Forestal a través de la tercerización por medio de contratistas, individuos controlados por la misma empresa que hacían el «trabajo sucio» de someterlos prácticamente a condición de esclavitud para la compañía; eran quienes no solamente controlaban el trabajo, sino quienes también pagaban, no con moneda nacional, sino con vales que podían canjearse únicamente por mercaderías que ellos mismos expendían a precios hasta un 50 por ciento más caros de lo que la mercadería costaba en el pueblo. Por otro lado, se encontraban las personas que vivían en las localidades erigidas y fundadas en el imperio de La Forestal, para los cuales, según veremos, las cosas eran algo distintas. Pitín Cáceres, cien años de historia Aprovechando aquella estadía en Tacuarendí y queriendo saber más de esta trágica parte de nuestra historia, junto a un par de compañeros nos dirigimos a Villa Guillermina, localidad cercana a Tacuarendí que constituyó uno de los principales asentamientos del imperio. Durante el corto viaje no pude ver a los costados del camino ni un solo quebracho colorado. El gigante del monte sucumbió ante la apetencia exterminadora de una compañía foránea. Atravesamos el arroyo Los Amores y llegamos a aquel pueblito perdido en el norte santafesino. La idea era tratar de conseguir un testimonio directo, escuchar a alguien que hubiera sido testigo y protagonista de La Forestal, cuestión bastante difícil dado el largo tiempo transcurrido desde aquellas primeras décadas del siglo XX. Sería una persona bastante mayor y era muy probable que quedaran pocas o más bien nadie de aquellos tiempos. Para colmo llegamos a la hora de la siesta. En la inmovilidad de sus calles, en su silencio, el pueblo descansaba. Aprovechamos para echar un vistazo mediante una rápida recorrida; observamos que, de añeja construcción, aunque bien conservadas, había distintos tipos de viviendas de similares características arquitectónicas, dispuestas en dos o a lo sumo tres manzanas, a manera de pequeños barrios. Luego me enteraría que fueron construidas en su momento por La Forestal y que de acuerdo al nivel jerárquico que ocupara el trabajador dentro de la fábrica, también ocupaba una vivienda de determinadas características o valor. Lentamente el pueblo comenzó a desperezarse. Consultamos a algunos pobladores y así, finalmente, nos aconsejaron que tratáramos de hablar con Pitín Cáceres. Pitín Cáceres, Gerónimo Cáceres, había nacido en la localidad de Empedrado, Corrientes, en el año 1903 y a pesar de los 96 años que tenía en aquel momento conservaba una lucidez y memoria prodigiosas. Lo encontramos en su casa. Nos presentamos, le extendimos la mano y él, amablemente, nos invitó a pasar. Mientras una vieja pava humeaba indicándole a su dueño que podía empezar con el ritual del té de todas las tardes, nos acomodamos en el patio, sentados sobre viejos sillones para escucharlo: -Cuando me trajeron a Guillermina yo tenía solamente tres meses. A los tres años falleció mi mamá; entonces a mis hermanos los llevaron con mis abuelos y yo me quedé solo con mi papá. Él ya trabajaba en la empresa; en ese año 1903 se construyó la proveeduría y al año siguiente ya estaba instalada la chimenea de la fábrica. -¿Recuerda la época de los levantamientos obreros? -le pregunté. -Sí, los primeros levantamientos se dieron cuando yo tenía más o menos quince años. Se había formado el sindicato obrero, era dirigido por extranjeros, había italianos, franceses y polacos. -¿Y fueron ellos quienes levantaron a los obreros? -Claro, porque en aquella época no había escuela secundaria, había nada más que hasta cuarto grado. Los mecánicos, carpinteros o herreros de La Forestal eran de afuera. Ellos sabían decirles a los obreros que la empresa les pertenecía a los dueños pero que también la tenían por los trabajadores, eran anarquistas. Me acuerdo que una vez mataron a un gerente. -¿Cómo fue eso? -Lo mataron a fierrazos; resulta que los obreros habían atado un hierro a la cuerda del pito y éste quedó sonando, porque de esta manera se solía anunciar el comienzo de una huelga, con el pito sonando en forma ininterrumpida. Llegó ese gerente armado con un revólver con la finalidad de desactivar la huelga y entonces se produjo un entrevero donde los obreros armados con varillas, hierros y caños respondieron al arma de fuego matando a ese gerente. -¿Y cuál fue la reacción de la empresa? -Pidió directamente a la gobernación de la provincia que enviaran personal de seguridad. Dicen que el gobierno de Santa Fe tenía intereses en juego; en realidad decían que los gobernantes estaban comprados por La Forestal. -¿Y enviaron personal? -Enviaron unos hombres que antes sacaron de la cárcel. Les decían «los cardenales» porque tenían una franja roja en la gorra. Los mandó directamente el gobernador, que por ese entonces era el doctor Enrique Mosca. -Pero entonces las fuerzas de seguridad eran presos comunes. -Tiene que haber sido así porque se la pasaban borrachos tirando tiros en la calle, supieron violar chicas, y mataban y castigaban a cualquiera y también a cualquiera llevaban detenido, especialmente a los dirigentes sindicales, aunque la mayoría de los dirigentes, que eran de afuera en esa época, ya se habían ido. -Y usted, ¿cuándo entró a trabajar en La Forestal? -Yo entré en 1921, cuando me enrolé, luego de la huelga grande y la matanza. -¿Se acuerda de cuánta gente trabajaba en Villa Guillermina para La Forestal? Según dicen ese era uno de los establecimientos más grandes de la empresa. -En esa época trabajábamos entre 800 y 900 personas. -Esa cantidad en la fábrica, aquí en el pueblo, sin contar los que trabajaban en los obrajes, ¿no? -Claro. En los montes habría cuatro o cinco mil personas más. Igualmente, la empresa tenía otras fábricas en Villa Ana y Tartagal. -¿Usted conoció cómo vivían los hacheros en el monte? -Sí, pero fui de paseo nada más. Estaban en ranchitos que ellos mismos hacían con ramas y paja o debajo de los árboles. Vivían con sus familias, como animales. -Entonces la vida de ustedes los empleados y obreros que trabajaban en la fábrica de Villa Guillermina, era distinta a la de los hacheros que vivían en el monte. -Sí. Acá en el pueblo cada trabajador tenía su rancho. Como éste, por ejemplo. Esta es una casa que te daba La Forestal, que no permitía que nadie hiciera casas en forma particular. -¿O sea que la empresa les regalaba las viviendas? -No. La Forestal te prestaba la vivienda y si por algún motivo te echaban de la fábrica tenías que devolverla. Al principio las casas eran ranchos de barro con «estanteao». A los ranchos se los blanqueaba y quedaban como hechos con material. -Se puede decir entonces que Villa Guillermina era de La Forestal. -Todo era de La Forestal, no solamente el pueblo. Eran los dueños del ferrocarril con el que movían sus cosas, también tenían un puerto, grandes barcos llegaban al puerto de ellos que se llamaba Piracuasito. Tenían catorce locomotoras con sus correspondientes veinte y tantos vagones; esos ferrocarriles entraban hasta el Chaco, cumplían la función de transportar la madera y a su vez la empresa mandaba en los vagones mercadería a los obrajeros en los montes. Acá la mercadería era barata, pero el problema era que La Forestal les mandaba la mercadería a los contratistas y éstos le ponían el precio que querían. Por ejemplo, enviaban el vino en cascos de doscientos litros y los contratistas en lugar de venderlo puro le ponían como veinte litros de agua por casco. Esos contratistas se hicieron multimillonarios explotando a los hacheros. -¿Cuándo dejó usted de trabajar en La Forestal? -Yo dejé de trabajar en el año 1951, es decir que trabajé durante treinta años. En esa época se quedaron sin trabajo más de 500 obreros de la fábrica. Lo que pasó fue que como no quedaban prácticamente más quebrachos en el lugar, la compañía cerró la fábrica en Villa Guillermina. -¿Y toda esa gente se quedó sin trabajo? -Así fue. -¿Tuvieron algún apoyo o respuesta por parte del gobierno? -No, pero es que en la zona gobernaba la Forestal y la compañía levantó los ponchos y se fue. -Villa Guillermina pasó a ser un pueblo con gente desocupada entonces. -Sí, la gente se desparramó por distintos lugares, se fueron yendo. -¿Recuerda algo de la viruela negra? -Esa epidemia ocurrió en el año 1910, yo era chiquito. Acá en el pueblo morían hasta doce personas por día. En esa época no había hospitales, cerraron la escuela y ahí llevaban a los enfermos. ¡Había que ver la miseria que existía en ese tiempo! No alcanzaban los catres para todos los enfermos y a muchos se los ponía en el piso. La Forestal tenía dos carros de cuatro ruedas tirados por burros o mulas para cargar material, pero en aquella oportunidad se usaron para llevar a los enfermos y transportar a los muertos hasta el cementerio. Había días en que no alcanzaban a enterrarlos a todos. -Volviendo al tema de La Forestal. ¿Cuáles eran las condiciones laborales de la época? -Dejo de lado el trabajo de los montes porque como le dije antes esas personas vivían como esclavos. En cambio, acá en Guillermina primero se trabajaban doce horas por día, cuando yo entré en el año 21 ya trabajábamos ocho horas, se había conseguido con la huelga. -O sea que la huelga, con el trágico saldo de tantos trabajadores asesinados, sirvió para algo. -Claro, porque antes trabajaban doce horas y la Forestal pagaba tres pesos con setenta y cinco centavos, en cambio después se trabajaban ocho horas diarias y cobrábamos cuatro pesos con veinte centavos por día. La huelga grande pasó y la fábrica estuvo parada mucho tiempo. Cuando nuevamente se reinició el trabajo los hombres que habían armado la huelga, que estaban en el sindicato, no fueron tomados por la empresa. Entonces el sindicato prácticamente desapareció y otra vez, de a poquito la empresa comenzó a bajar los sueldos. En el año treinta un grupo de trabajadores intentó nuevamente formar el sindicato, pero la patronal los despidió a todos. -¿Usted participó en el sindicato? -Sí, en el año 37 me metí en el sindicato, pero nosotros trabajábamos con más inteligencia; a los otros los largaron porque hacían asambleas, se enteró La Forestal y avisó a la policía. Primero los llevaron presos y después los despidieron. En cambio, nosotros hacíamos reuniones por célula. -¿Cómo era eso? -Visitábamos una casa vecina, tomábamos mates entre dos o tres y ahí conversábamos cómo organizarnos, luego entrábamos en otra y otra, y así hasta que armamos un grupo de más o menos ciento cincuenta personas. Pero La Forestal se enteró, usted sabe que no falta quién va a contar. Una señora me avisa que pasó uno de mis compañeros con dos «milicos» armados que «le» llevaban preso. Al rato me avisó que pasó otro compañero igual de acompañado. Entonces yo me vestí porque sabía que también me buscarían a mí, porque yo también estaba metido en el sindicato, y salí a visitar uno a uno a los otros compañeros. La cuestión es que a eso de las seis de la tarde hicimos una reunión en una línea del monte. Éramos más de 100 personas. -¿Y qué resolvieron? -Del monte nos fuimos a la comisaría y a los gritos pedimos la libertad de los compañeros. El jefe del operativo, que había sido enviado por el gobernador a pedido de La Forestal, que era un Estado dentro del otro, era un tal Farías. Este Farías temblaba porque sabía que estábamos dispuestos a todo mientras los «milicos» nos apuntaban con los «wínchesteres». -¿Qué pasó finalmente? -Tuvieron que largar a todos los compañeros presos, de ahí nos fuimos todos a la plaza y exigimos que venga el gerente para presentarle un pliego de condiciones que ya teníamos preparado. Llegaron el gerente y el ingeniero, les presentamos el pliego y dijeron que en dos días nos contestarían; pero al otro día ya nos dieron la respuesta diciendo que la casa matriz había resuelto cerrar la fábrica de Villa Guillermina. Nos dimos cuenta de que nos estaban mintiendo porque no apagaban el fuego de las calderas. Si apagaban el fuego el tanino que estaba dentro de los tachos hirviendo se iba a endurecer estropeando las piezas. -¿Qué respondieron ustedes? -Les dijimos que estaba bien, que cerraran nomás, que nosotros no volvíamos al trabajo; adentro de la fábrica había unos veinte «carneros» manteniendo las calderas prendidas. El gerente nos dijo que iba a volver a hablar con la casa matriz y que al otro día nos iba a comunicar lo sucedido. Al día siguiente tempranito nomás llamó a la comisión del sindicato diciéndonos que aceptaban el pliego de condiciones pero que no tomáramos represalias contra los «carneros». -¿Qué cosas solicitaban a través del pliego de condiciones? -Pedíamos un aumento de sueldo, porque de cuatro pesos con veinte centavos que nos pagaban por día nos habían rebajado a tres con setenta y cinco. Pedíamos que la empresa reparta leña en el pueblo con el carro así dejábamos de comprarla y que a los obreros también se les entregue hielo en verano, como la empresa lo hacía con los empleados. En fin, solicitábamos distintas cosas, pero lo más importante era el aumento salarial. Agazapadas, las sombras de la noche iban apagando el incendio de aquella tardecita, y esas sombras y la consciencia del privilegio que significaba estar escuchando a ese compañero de casi cien años hicieron que prolongásemos el encuentro más de lo esperado. Pitín Cáceres nos asombró con su memoria al recordar, por ejemplo, que en aquella época el kilo de carne al igual que el de azúcar y la yerba costaba veinticinco centavos y el kilo de fideos valía veinte centavos. Por un momento el recuerdo de la muerte de su mujer veinte años antes de aquella entrevista lo entristeció, le entibió el corazón. Nos despedimos con mucho cariño. Pensé en aquel momento (y con razón) que quizás no volvería a verlo. Él nos abrazó con humildad y afecto mientras nos acompañaba con paso cansino hasta la vereda. Una ópera popular Comienzo del año 2012. Un amigo ligado al espectáculo, conocedor de lo que desde Atilra, el sindicato de las y los trabajadores lecheros, veníamos haciendo por la cultura y el arte, me comentaba en aquel momento que Enrique Llopis junto a un grupo de músicos y gente de teatro trataban de reeditar La Forestal, la crónica cantada sobre el padecimiento de los obreros de los quebrachales a manos de aquella compañía inglesa que tuvo en sus manos el monopolio absoluto de la explotación de la mayor reserva de quebracho colorado del planeta. Ese amigo me interiorizaba acerca del proyecto y al mismo tiempo ponía en mi conocimiento que Quique Llopis y compañía andaban en busca de una institución que acompañara la iniciativa. La obra, a la que Armando Tejada Gómez definió como ópera popular, había sido estrenada en 1984 y en 1985 en las ciudades de Rosario y Buenos Aires respectivamente. Veintiocho años después se intentaba una nueva puesta en escena. Viernes 8 de junio de 2012. Con el patrocinio de Atilra se reestrena La Forestal en el teatro Santa María de la Cuidad Autónoma de Buenos Aires. El apoyo a una obra de esas características supone respaldar aquellas expresiones artísticas relacionadas con hechos de nuestra historia que nos ayuden a conocer el pasado para comprender las vicisitudes del presente. La cultura, el arte y la educación conforman una sólida plataforma sobre la que se asienta la conciencia colectiva de los pueblos. Por eso el autoritarismo les teme. Al poder económico no le conviene que la sociedad tienda puentes de conectividad entre sus miembros y que éstos se sumerjan en las caudalosas aguas de la ilustración y el conocimiento, para que la historia no se cuente como realmente es sino como a ese poder financiero le interesa que se conozca, creo que usted entiende a lo que me refiero; sin recursos la Atilra nunca podría haber acompañado un proyecto como La Forestal, como tampoco tantos otros. Está por comenzar la obra. Sentada en una de las primeras filas la doctora Ynés Salomé Beatriz Gasibbe, aquella jueza del Juzgado Laboral que yo conociera en el año 2004, ahora ya jubilada, asiste emocionada junto a un grupo de amigas al reestreno de La Forestal. Me acuerdo que la miré de reojo e instantáneamente me vino a la memoria el recuerdo de su tío Pitín Cáceres, el del reportaje a fines de la década del 90 en Villa Guillermina cuando Pitín tenía jóvenes y lúcidos 96 años. Me resulta imposible hoy no reflexionar respecto de nuestra falta de identidad. Me retrotraigo en el tiempo, viajo hacia el pasado y vuelvo a cruzar nuevamente el arroyo Los Amores, aquel que Gregorio Molina y Ricardo Visconti Vallejos inmortalizaran en una canción; una última mirada a Villa Guillermina que se va alejando en el recuerdo. Por un instante en la pretérita nebulosa del tiempo aparece la enorme chimenea de aquella fábrica que se me antoja un gigante inmóvil que custodia recuerdos y secretos. Ni un solo quebracho al costado del camino, solo postergación y olvido. La ausencia de políticas protectoras por parte de nuestros gobernantes permitió el saqueo y exterminio de la riqueza de la zona a manos de capitales extranjeros que, cuando no quedó nada más que explotar, se fueron. Esta parece ser una de las constantes de nuestra historia. Pienso también en otras constantes: la intolerancia de los poderosos que tratan de destruir y perseguir a quienes reclaman por sus derechos y pienso sobre todo en Pitín Cáceres. A él no se lo contaron ni los libros de historia ni los medios de comunicación masivos prostituidos por intereses materiales. Él vivió aquellos sucesos, formó parte de ellos. En el trazo amargo de la historia del quebracho y en la constante que mejor nos redime, él abrió junto a otros compañeros, acaso sin saberlo, una picada por donde el hombre nuevo un día pueda llegar a través de la solidaridad y la unidad a concretar el más elevado de los sueños: el triunfo de un nuevo orden social, más justo e inclusivo... Un barco en el que quepamos todas y todos.   Héctor Ponce Secretario General Asociación de Trabajadores de la Industria Láctea de la República Argentina                                        
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